
Artículo publicado originalmente en Interacció.
El contexto de marcadas transformaciones sociales y económicas se traduce en profundas desigualdades entre personas, entre comunidades y entre territorios. A pesar de que no se acostumbra a reconocer, estas desigualdades tienen también una dimensión cultural. “Nos han hablado siempre de equidad social y de identidad cultural, pero para nosotros la clave es la inversa: equidad cultural e identidad social.” Estas son palabras de Noemí Rocabert, directora de la Escuela Mestre Morera, del barrio de Ciutat Meridiana, en Barcelona. Una escuela donde la gestión de las desigualdades tiene una dimensión cultural: equidad cultural significa para el equipo de esta escuela que los niños y las niñas tengan herramientas para comprender el contexto que les ha tocado vivir. En Ciutat Meridiana se hace evidente que la ciudad no llega al barrio, y que las políticas de acceso a la cultura -en su versión tradicional de acceso a la oferta cultural- son insuficientes para hacer frente a las desigualdades. El modelo tradicional de políticas de acceso a la cultura -como productos y servicios- se manifiesta caduco.
Vivimos un interregno, también para las políticas culturales. Una visión restringida del acceso a la cultura -como marco de referencia de las políticas- resulta insuficiente para dar respuesta a los problemas públicos, cada vez más complejos, inciertos y con más riesgos incorporados. Somos diferentes, desiguales y en muchos casos estamos desconectados (García Canclini). Pero la equidad continúa sin tener un lugar central en el debate actual sobre las políticas culturales. A todo esto hay que sumar los evidentes cuestionamientos al rol de intermediación política que han jugado las instituciones culturales tradicionales.
Es en este escenario donde los bienes comunes han emergido como discurso y también como herramienta de acción política, social y legal. A pesar de que todavía no hemos avanzado en la concreción de las relaciones entre políticas culturales y bienes comunes, aquello que de una manera u otra se reclama es el desarrollo de políticas no sólo centradas en el derecho a acceder a recursos y contenidos, sino también en el derecho a acceder a comunidades y a participar en la construcción de las normas, las reglas de estas comunidades. En definitiva, estamos hablando no sólo de políticas de acceso sino también de políticas de bienes comunes.
¿Cuál es la relación, entonces, entre este debate sobre las políticas de bienes comunes y la gestión comunitaria de la cultura? Pienso en, como mínimo, dos elementos de intersección. En primer lugar, tal como explican Helena Ojeda y Xavier Urbano, el acuerdo entre una entidad y la administración para gestionar un equipamiento -gestión ciudadana- no comporta de por sí la existencia de un proyecto de gestión comunitaria. La gestión comunitaria de la cultura presupone que los recursos gestionados forman parte de los bienes comunes: no son recursos de las administraciones, sino de la población. Un centro cultural no es un equipamiento del ayuntamiento, sino del barrio. Público y común. Permeable y accesible a la comunidad en sus órganos de decisión y en los recursos gestionados.
En segundo lugar, pensar en las políticas de bienes comunes y la gestión comunitaria de la cultura implica repolitizar el debate sobre las políticas -y la gestión- culturales. Por un lado, porque no puede existir la gestión comunitaria sin vincular elecciones y deseos individuales con necesidades y proyectas colectivos. Sin la capacidad de las personas para reconocerse como agentes, como parte de un colectivo capaz de establecer -y criticar- las normas que regulan su vida en común. Por otro lado, porque no existe gestión comunitaria de la cultura sin proyecto dinámico, sin adaptación permanente al contexto de desigualdades, diferencias y desconexiones de las cuales hablábamos. En este sentido, para la gestión comunitaria resulta coherente -y corriente- trabajar con una idea compleja, amplia y fundamentalmente política de cultura. Cómo también le resulta propio trabajar con un objetivo como la equidad cultural.
Ahora bien, no se nos escapa que el discurso y las prácticas relacionadas con los bienes comunes y la gestión comunitaria no están exentos de ambigüedades. No hace falta más que prestar atención a las dinámicas de desresponsabilización que en este contexto están adoptando algunos gobiernos. En el terreno de la gestión de la cultura, no son pocas las administraciones que intentan trasladar responsabilidades -y no poder- a las comunidades.
Pero, por otro lado, no podemos ignorar las dinámicas de exclusión que se pueden producir en el seno de algunas comunidades. Las desigualdades también cruzan algunas comunidades y se reproducen con ellas. Las comunidades no están exentas de conflictos que pueden provocar la pérdida del carácter público de los bienes comunes. La pérdida, en palabras de Walter Benjamin, de “la ironía más o menos clara con la cual la vida del individuo pretende desarrollarse y transcurrir al margen de la vida de la comunidad donde ha ido a parar”.
Entonces, ¿qué responsabilidad tienen las políticas públicas en relación a la gestión comunitaria de la cultura? Esta pregunta, tan compleja cómo relevante, tampoco la hemos abordado en profundidad. No ignoro los conflictos -pasados y presentes- entre comunidades y administraciones públicas en relación a la gestión comunitaria de la cultura. Los procesos de apropiación y cercamiento de bienes comunes. Tampoco la imposibilidad de generar modelos de intervención perennes y reproducibles en cualquier contexto. Pero sí creo que las políticas públicas tienen -en relación a la gestión comunitaria de la cultura- una responsabilidad evidente: contribuir a mantener y ampliar el carácter público de lo común.
Que la administración pública acompañe o facilite un proyecto de gestión comunitaria -cediendo infraestructuras, financiando determinados recursos, etc.- no asegura el carácter público de este proyecto. Sin perder de vista que son las comunidades las que deben ocupar la centralidad -responsabilidad y poder- de los procesos de gestión comunitaria de la cultura, necesitamos otra centralidad para las políticas públicas. Para avanzar en este sentido, la administración tiene que salir de su zona de confort. Y las comunidades, aunque no en el mismo nivel, también.
Con más ánimo de abrir que de cerrar el debate -tampoco tendría legitimidad ni capacidad-, quiero plantear algunas preguntas que sugieren respuestas. Si es cierto que las políticas públicas no pueden impulsar transformaciones culturales sin las comunidades, ¿cómo pueden hacerlo con ellas? ¿Pueden ofrecer herramientas y conocimientos para contribuir a los proyectos que buscan la equidad cultural? Si es cierto que las comunidades no se pueden crear por decreto, ¿qué deben hacer los gobiernos en aquellos contextos donde no existe, en sentido amplio, tejido cultural comunitario? Allí donde -permítanme la expresión- no hay comunidad, ¿es posible -y responsable- impulsar la gestión comunitaria de la cultura?
¿Qué políticas públicas pueden contribuir a reforzar el acceso no sólo a los recursos culturales que se generan en los procesos de gestión comunitaria, sino también a las instancias de toma de decisiones? ¿Pueden las políticas públicas favorecer la libertad de las personas para entrar y salir de las comunidades, así como la diversidad entre sus miembros? ¿Y qué pueden hacer para contribuir a los mecanismos que las comunidades han desarrollado para gestionar conflictos y relaciones de poder?
¿Es la evaluación, entendida como un ejercicio de transparencia y rendición de cuentas, pero fundamentalmente como un proceso no tecnocrático de aprendizaje colectivo, una oportunidad para que las administraciones se encuentren con las comunidades? ¿Pueden los procesos de evaluación ayudar a establecer vínculos de confianza e interdependencia entre los agentes implicados en la gestión comunitaria de la cultura? ¿Podemos desarrollar iniciativas del tipo “evaluación-acción” que permitan a la vez valorar y avanzar en el retorno social de la gestión comunitaria de la cultura?
En definitiva, algunas reflexiones y muchas preguntas, más o menos impropias, ideas para la acción.
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