Demonólogo de la cultura. Un activista social solitario. Así se definía Witold Gombrowicz. Toda una paradoja, ya que hablamos de alguien comprometido hasta la médula con la cultura y que exigía que el arte no sólo fuera “bueno” como arte, sino que también estuviera muy unido a la vida cotidiana. Y es que probablemente la cultura es sobre todo una paradoja. La cultura es una esperanza para desarticular los relatos totalizantes de progreso, pero a la vez puede ser la materia prima de estos relatos, la forma de aquello que se presenta (y se impone) como inevitable.
Estos meses de pandemia hemos visto representada la condición paradójica de la cultura. La conexión digital ha impulsado la masificación del consumo de actividades y productos culturales a través de nuestras pantallas, incluso difuminando ciertos límites entre el acceso y la producción. Pero todo ello no ha significado más democracia: las decisiones públicas, el trabajo y la participación cultural continúan (incluso todavía más) condicionados por profundas desigualdades. Asistimos a la reproducción de viejas desigualdades y la aparición de nuevas formas de exclusión. Como explicó John Berger hace tiempo, los mismos medios de reproducción que desnudaron al arte de su reserva (liberando imágenes hoy sin valor) son utilizados en la construcción de la ilusión de que nada ha cambiado. Convencidos de que la cultura forma parte de la solución, no somos capaces de ver que, a veces, puede resultar parte del problema.
El CONCA nos pide 300 palabras para la cultura del mañana. Tal vez la actitud más culturalmente transformadora es hoy una combinación de interrupción y de reconocimiento. Quizás reconociendo sus paradojas podremos construir una cultura, o unas culturas, unidas a la experiencia y, por lo tanto, a la transformación. Ojalá estas palabras sirvan, como quería Gombrowicz, para intentar llegar a la gente y no a las teorías, a la gente y no al arte.
Artículo originalmente publicado en el proyecto «Cultura en 300 paraules» del CONCA